La Revolución Industrial es, sin lugar a dudas, un hecho "bisagra", en el desarrollo de la humanidad, pues modificó para siempre su rumbo. A ella le debemos la aceleración de los avances económicos y tecnológicos, y también el endurecimiento de las condiciones laborales. Tangencialmente, esta última situación llevó, a su vez, a la formulación de nuevas ideas políticas, algunas de las cuales serían protagonistas durante casi todo el siglo XX (anarquismo, marxismo, comunismo, socialismo, etc.).
Por aquella época, los trabajadores dedicaban 16 horas al día a su jornada laboral. En la década de 1820, muchos obreros europeos y norteamericanos comenzaron a plantearse la injusticia que constituía esta especie de “no vida” que debían llevar. Con el paso de los años, y amparados en las nuevas corrientes políticas, y en la formación de sindicatos y uniones obreras, los trabajadores fueron concretando pequeños avances y ganando algunos derechos. En 1868, el presidente de los EE.UU., Andrew Johnson, dictó la Ley Ingersoll, que establecía la jornada de 8 horas para los empleados de las oficinas federales y para quienes se dedicaban a las obras públicas.
En el ámbito privado, la ley no hizo mella. En 1884, más de una década y media más tarde, la American Federation of Labor dictaminó la obligación de llevar a 8 horas la jornada de trabajo.
Como la decisión no fue acatada por patrones y empresarios, en 1886 los trabajadores llamaron a una huelga general por tiempo indeterminado, y fijaron como fecha de inicio el 1 de mayo. La orden del día era precisa: “¡A partir de hoy, ningún obrero debe trabajar más de 8 horas por día! ¡8 horas de trabajo! ¡8 horas de reposo! ¡8 horas de recreación!”. Se declararon, pues, 5.000 huelgas, y 340.000 obreros dejaron las fábricas, ganaron las calles para expresar sus demandas.
Al cuarto día de huelga, mientras se llevaba a cabo un acto en Chicago, estalló un explosivo, y la policía -que se hallaba en estado de alerta por el accionar de los anarquistas- emprendió una brutal represión. Se produjo un enfrentamiento que terminó con un saldo de 38 obreros y 6 policías muertos. La autoridad comenzó una “investigación”, para la cual realizó razzias e interrogatorios bajo tortura.
El procedimiento terminó con el arresto de los dirigentes socialistas y anarquistas August Spies, Albert Parsons, Adolf Fischer, George Engel, Louis Lingg, Samuel Fielden, Michael Schwab y Oscar W. Neebe, a quienes se acusaba por “conspiración de homicidio” (debido a la muerte del policía Mathias Degan, alcanzado por la bomba), entre otros cargos.
A pesar de que el tribunal no logró probar nada en su contra, el 11 de noviembre de 1887 -un año y medio después de la gran huelga por las 8 horas-, Spies, Parsons, Fischer y Engel fueron ahorcados en la cárcel de Chicago. Otro de ellos, Lingg, se había suicidado el día anterior. La pena de Fielden y Schwab fue conmutada por la de cadena perpetua, y Neebe fue condenado a quince años de trabajos forzados.
Cuando Spies, Parsons, Fischer y Engel fueron colgados, la indignación popular no pudo contenerse, y se produjeron manifestaciones en las principales ciudades del mundo. Fue en ese momento que se estableció al 1 de mayo como el “Día Internacional de los Trabajadores”, conmemorando exactamente el inicio de la huelga por las 8 horas de jornada laboral, y no su trágico desenlace.
En el ámbito privado, la ley no hizo mella. En 1884, más de una década y media más tarde, la American Federation of Labor dictaminó la obligación de llevar a 8 horas la jornada de trabajo.
Como la decisión no fue acatada por patrones y empresarios, en 1886 los trabajadores llamaron a una huelga general por tiempo indeterminado, y fijaron como fecha de inicio el 1 de mayo. La orden del día era precisa: “¡A partir de hoy, ningún obrero debe trabajar más de 8 horas por día! ¡8 horas de trabajo! ¡8 horas de reposo! ¡8 horas de recreación!”. Se declararon, pues, 5.000 huelgas, y 340.000 obreros dejaron las fábricas, ganaron las calles para expresar sus demandas.
Al cuarto día de huelga, mientras se llevaba a cabo un acto en Chicago, estalló un explosivo, y la policía -que se hallaba en estado de alerta por el accionar de los anarquistas- emprendió una brutal represión. Se produjo un enfrentamiento que terminó con un saldo de 38 obreros y 6 policías muertos. La autoridad comenzó una “investigación”, para la cual realizó razzias e interrogatorios bajo tortura.
El procedimiento terminó con el arresto de los dirigentes socialistas y anarquistas August Spies, Albert Parsons, Adolf Fischer, George Engel, Louis Lingg, Samuel Fielden, Michael Schwab y Oscar W. Neebe, a quienes se acusaba por “conspiración de homicidio” (debido a la muerte del policía Mathias Degan, alcanzado por la bomba), entre otros cargos.
A pesar de que el tribunal no logró probar nada en su contra, el 11 de noviembre de 1887 -un año y medio después de la gran huelga por las 8 horas-, Spies, Parsons, Fischer y Engel fueron ahorcados en la cárcel de Chicago. Otro de ellos, Lingg, se había suicidado el día anterior. La pena de Fielden y Schwab fue conmutada por la de cadena perpetua, y Neebe fue condenado a quince años de trabajos forzados.
Cuando Spies, Parsons, Fischer y Engel fueron colgados, la indignación popular no pudo contenerse, y se produjeron manifestaciones en las principales ciudades del mundo. Fue en ese momento que se estableció al 1 de mayo como el “Día Internacional de los Trabajadores”, conmemorando exactamente el inicio de la huelga por las 8 horas de jornada laboral, y no su trágico desenlace.
En nuestro país, recién el 12 de septiembre de 1929 se sanciona la ley 11.544, que fija la jornada laboral para trabajadores "por cuenta ajena en explotaciones públicas y privadas" en 8 horas (o 48 semanales). La norma no incluía, casualmente, a quienes realizaban trabajos "agrícolas, ganaderos o de servicio doméstico", algo que tal vez no debería sorprender si se tiene en cuenta que hablamos de una Argentina agroexportadora, donde la fuerza económica residía en el campo y eran quienes más empleados domésticos tenían.
El trabajador agrario tuvo que esperar hasta el 8 de octubre de 1944, para que el gobierno de Edelmiro Farrell (a instancias del secretario de Trabajo y Previsión Social, coronel Juan Perón) firmara el decreto ley 28.160/44, conocido como el "Estatuto del Peón". Mientras que los empleados domésticos debieron esperar hasta que en el gobierno de Pedro Aramburu se firmara su estatuto laboral (decreto ley 326/56).
Afortunadamente, a lo largo del siglo pasado, los trabajadores no sólo alcanzaron el reconocimiento como tales, sino que además fueron obteniendo nuevas conquistas, como el descanso dominical, el derecho a una indemnización en caso de despido, etcétera.
Afortunadamente, a lo largo del siglo pasado, los trabajadores no sólo alcanzaron el reconocimiento como tales, sino que además fueron obteniendo nuevas conquistas, como el descanso dominical, el derecho a una indemnización en caso de despido, etcétera.
Sin embargo, aún hoy, en pleno siglo XXI, en la Argentina (paraíso de los sindicalistas ricos y los trabajadores pobres) hay quienes desarrollan labores en condiciones de esclavitud, denigrantes para la condición humana, e imposibles de soportar en un país desarrollado, tal como sucedía hace doscientos años. Hemos recorrido un largo camino, falta mucho más por recorrer...
Antonio Berni, "Pan y trabajo" |
Interesante Rich! Muy bueno.
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