Imagen de Nuestra Señora de Bonaria, en Plaza Cerdeña, Buenos Aires |
Hilando fino, podríamos decir que la historia del nombre de la ciudad se remonta a mucho antes de que se fundara, y que en ella participan (tal vez tangencialmente) Aragón, Cagliari y muchos actores anónimos que de una u otra forma participaron en esta cadena de sucesos que desembocaron en que hoy en día Buenos Aires se llame de este modo.
La mejor manera de explicar toda la historia es desandar en el tiempo hasta donde se ubica (al menos según mi parecer) el origen de esta historia.
Comencemos este viaje en 1323, año en que el rey Jaime II de Aragón desembarca al sur de la isla de Cerdeña. Desde allí inicia la conquista de Cerdeña y de Córcega, las cuales terminaron anexadas al reino aragonés. Como forma de agradecimiento a Dios por tal empresa, Jaime II (el Justo) construye un templo en una de las colinas cercanas a Cagliari, lugar del primer desembarco. Este monte fue conocido como “Buen Ayre” (Bonaria) debido a que, por su altura, lograba escapar al “esmog” que producían los fuegos que se encendían en la ciudad. Dicha iglesia fue donada a la Orden de la Merced, institución religiosa que había sido creada en 1218 por el fraile barcelonés Pedro Nolasco (luego santo), con el fin de lograr la redención de los cristianos cautivos por los musulmanes que ocupaban la Península Ibérica.
Hasta aquí, el inicio de la historia… pero como no podía ser de otra manera, el ingrediente milagroso tenía que estar presente. Es así que cuentan que durante marzo de 1370, una feroz tormenta sorprende a un buque catalán que transportaba mercancías hacia Italia. Como cada vez el panorama se ponía más y más oscuro, los marinos decidieron deshacerse de la carga, creyendo que de esta manera tendrían menos posibilidades de naufragar. Poco a poco lanzaron por la borda el cargamento, mientras el temporal y el mar azotaban sin piedad la frágil embarcación. Cuando casi no quedaban más cosas por arrojar, le tocó el turno a una pesada caja de madera arrumbada en un rincón. Un par de marinos la alzaron y, sin más, la mandaron al agua enfurecida, cual ofrenda a Poseidón. Fue en el mismísimo instante que la caja toma contacto con el mar que la tormenta comenzó a amainar rápidamente. Recompuesta del susto, la tripulación observó que aquella caja no había seguido la suerte del resto, que había sido devorado por el Mediterráneo, y continuaba a flote. Decidieron, pues, rescatarla y llevarla a puerto como estaba programado. Sin embargo, la embarcación no pudo alcanzar la caja, que cual guía experimentada, “navegaba” delante del navío, hasta llegar a las playas de Cagliari. Una vez en tierra, los marinos catalanes intentaron abrirla, intrigados por su contenido. Cuentan que les fue imposible, y que un pequeño del lugar propuso que le pidieran ayuda a los padres mercedarios que habitaban cerca de allí. Así lo hicieron, y fueron los sacerdotes quienes lograron rescatar del interior de la caja una imagen de la Virgen de la Candelaria. Sorprendidos por el “milagro” nadie se opuso a que aquella imagen que tenía en su brazo izquierdo al niño Jesús coronado y en su mano derecha un enorme cirio encendido, se quedara en Cerdeña, bajo la advocación de “Nuestra Señora de Bonaria”. Cualquier similitud con la historia de Nuestra Señora de Luján, que también eligió su lugar en el mundo, es pura coincidencia… o no, ¿quién podría asegurarlo?
La noticia se esparció por todos los puertos, y los marinos no tardaron en adoptar a aquella virgen “de Bonaria” como su santa patrona, debido a que había protegido la vida de aquellos catalanes en medio de la tormenta. Es por eso que Nuestra Señora del Buen Ayre es representada en algunas imágenes con una embarcación en la mano derecha en lugar de la candela.
Llegamos, pues, al siglo XVI, época en la que Europa enviaba barcos a descubrir tierras allende los mares. Una de esas expediciones estuvo dirigida por el adelantado don Pedro de Mendoza, quien navegó hacia el sur, siguiendo la ruta de quien descubriera el Río de la Plata, don Juan Díaz de Solís. Con él venían algunos sacerdotes mercedarios del convento de Sevilla, uno de los cuales tenía particular llegada al enviado del Rey Carlos I de España (nieto de los Reyes Católicos). Probablemente, fray Justo de Zalazar fuera confesor del marino, y tal vez haya influido en la decisión de que si la larga travesía llegaba a destino, se homenajeara a la virgen patrona de los navegantes.
Arribado a nuestras costas a principios de 1536 (con 14 navíos, 1500 hombres y unas pocas mujeres, según el historiador Felipe Pigna), fundó en la zona del actual Parque Lezama (al menos allí ubican los estudiosos el lugar, a pesar de la poca documentación existente) el primer asentamiento, un fuerte bastante pobre, y el puerto al que bautizó “Santa María de los Buenos Ayres”.
Don Pedro de Mendoza falleció un año después de regreso a España a causa de la sífilis, y su obra en nuestras tierras no fue acompañada por la buena fortuna, pues el hambre y el constante asedio de los habitantes naturales de la zona terminaron por extinguir la empresa hacia 1541.
Décadas más tarde, en 1580, llegaría a estas costas don Juan de Garay, quien fundara un nuevo asentamiento, esta vez dos kilómetros más al norte que donde lo había hecho Mendoza (actual Plaza de Mayo), y al que bautizara Ciudad de la Santísima Trinidad. Garay respetó para su puerto el nombre elegido por su predecesor, “Santa María de los Buenos Aires”.
Con el paso del tiempo, la ciudad fue modificando su denominación, aunque siempre fue una sola con el nombre del puerto (“la muy noble y muy leal Ciudad de la Trinidad, puerto de Santa María de los Buenos Aires, por ejemplo). Y poco a poco, la estratégica importancia que iría adquiriendo el puerto en la economía, llevaría a que fuese más renombrado que el caserío que lo circundaba, e informalmente ocupando su lugar.
De esta forma, casi de manera natural, como aquella caja que llegó a las costas de Cagliari, el nombre de Buenos Aires fue imperceptiblemente ganando su lugar, e imponiéndose con fuerza hasta convertirse oficialmente en el nombre de la ciudad, que luego tendría otras batallas, políticas, hasta llegar a ser la capital de la República Argentina (ley 1029, 20 de septiembre de 1880).